miércoles, 25 de agosto de 2010

Harlem, la cocina más negra




Los aviones sobrevuelan Brooklyn a cualquiera hora del día. Pero no molestan. Al menos a mí, que me paseo por su Quinta Avenida, que también la tiene como Manhattan, llena de restaurantes italianos, indios, japoneses, americanos... Ah, y pubs como el Ginger’s, templo gay, donde me atreví a elegir anoche en su máquina de discos el My way, de Sinatra. ¿Saben qué fue lo mejor? Descubrir, entre sus carteles colgados en la parte posterior –no hay cuarto oscuro, que yo sepa--, a Barbra Streisand y la celebración de su cumpleaños en el local hace unos años. Desconozco si hizo acto de presencia, pero debí preguntarlo. Me distrajo la mesa de billar y el mosaico de jóvenes –ellos y ellas- haciendo gala de que Nueva York es el mejor escaparate de la moda en el mundo, al menos eso me dice mi estilista favorita ante mi ignorancia confesable al respecto.

Peor yo quería hablarles de cocina, que me toca de familia. Y no caeré en tópicos ciertos como que dos señoras hechas y derechas son capaces de apretarse dos hamburguesas que ni mi cuñado Javi podría con ellas. Ah, con french chips, okey man, de las que compramos en el súper. Yo aún no me he atrevido tras mi visión de anoche en un grill de Brooklyn, aterrado por el grosor de la carne, los condimentos añadidos –no solo de ketchup vivimos los españoles porque salsas hay para todos los gustos—y, en definitiva, la confirmación de algo que me decía el “famous” creativo cacereño Javier Remedios con esa clarividencia que le caracteriza: “Es que en Nueva York todo es grande”, me comentó tras su viaje. Qué razón tenía el man de Malpartida...

En fin, que hoy me fue de turista por Harlem, al norte de Manhattan, por encima del Central Park, y conocí a Anana, la camarera más veterana de Silvya’s, el restaurante que recomiendan en las guías y en el que vi desfilar ante mis ojos las chicken wings (alas de pollo) más grandes que he visto en mi vida. Les aseguro que no hice fotos de la impresión que me produjo compararlas con esas pequeñitas que nos gustan por Spain. De todas formas, ahí les muestra Anana, que me confesó que superaba los sesenta --¿cómo me atreví a preguntárselo dos veces?--, las gambas rebozadas que me comí tras el susto con el pollo. La etiqueta de la cerveza local, llamada Sugar Hill, me pareció maravillosa. Ahí se la muestro.

Mientras pagaba los 18 dólares de la cuenta –un par de botellines y el plato reseñado--, entablé una breve conversación con la camarera que llevaba toda la vida trabajando en el mismo lugar, muy cerca de la esquina de la calle 125 con Malcom X Avenue, un lugar apasionante donde solo hay negros y negras que, luego les contaré, van a escuchar buen jazz a Lenox Lounge, otro templo, esta vez, de la música negra. Tremendo lugar para los músicos porque, a diferencia de otros, este local es un pub, no una sala, con asientos de eskay –si, de color rojizo— y una clientela del barrio, a mí me lo pareció, como la que se va de copas a los garitos de toda la vida en La Madrila. Venir a esto a Nueva York...

“Empecé muy joven a trabajar aquí, quizá tenía 20 años”, me explicó Anana con ese acento americano de las pelis que, poco a poco, voy entendiendo sin preguntar de nuevo. Silvya’s, perdonen que me ponga nostálgico, me recordó al negocio familiar y, en especial, a mi suegro Eustaquio, recientemente fallecido; esos lugares donde se respira vida a través de los olores de la cocina, la indumentaria de los camareros –de negro, por supuesto—y la impresionante amabilidad de aquella mujer con el pelo teñido de color que, ahora sí, me devolvíó a la memoria una de las lecciones de Eustaquio: hazte cómplice de tu cliente y volverá, seguro. Yo prometo una próxima visita al Silvya’s cuando regrese a Nueva York.

Para rebajar los excesos debo contarles que, con la caída de la tarde, me atreví con la etapa más maratoniana de estos días: Harlem-Central Park Oeste-Times Square. Casi una hora y media para desembocar en una estación de metro en la calle 42, donde está el mogollón de los teatros de Broadway y, de paso, la meca de los turistas. Luego, me subí al tren y, charlando con una familia española, no se me ocurrió otra cosa que invitarles el sábado a Prospect Park, el Retiro de Brooklyn, a la celebración por los 52 años que hubiera cumplido Michael Jackson. Prometo reportaje, pero con la cocina de Harlem de momento tengo bastante. Lástima no haberme atrevido con las alas de pollo, pero no habría dado la talla.


2 comentarios:

  1. En Nueva York hay todo de todo, claro, pero quizás es gastronómicamente donde más se aprecia la diversidad. Ya sé que hay miles de italianos, pero Susana y yo llegamos a ir dos veces a este que tanto nos gustó: http://www.lunapienanyc.com/lunapiena/

    Está en la 53, entre la 1ª y la 2ª avenida. Nos trataron realmente bien, pero creo que es como en todos los sitios de allí. Será por la propina que tienen que currarse, será por la profesionalidad propia del país, pero se desviven por ti, no hay nunca un mal gesto y todo te lo ponen como pides. Eso vale para el restaurante más caro (supongo) y para el puesto de perritos más anónimo. Por cierto que me vine sin probar uno de esos "pretzels", me dan un poco de mal rollo después de lo del presidente Bush.

    Buena experiencia en Harlem. Como todas, veo. Espero que te haya servido para conocer más el barrio que esos horteras que van a las misas cantadas clásicas de black men como si fuesen una atracción turística.

    ¿Dan ganas de quedarse, verdad? Es una ciudad que acoge al de fuera con mucha facilidad, parece. Supongo que una cosa es ir de pseudo turista y otra de currito, pero en fin...

    En fin, hasta hoy. Por aquí esperamos tus buenas nuevas igual de a menudo. Tus padres se han hecho aficionados a que se las imprima. Un abrazo.

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  2. Thank you, man,gracias por tu carino, A las14 horas dour yo, hablamos today...

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