lunes, 30 de agosto de 2010

Good bye, NY


Me detuve en la calle 23, en la esquina de Broadway con la Quinta Avenida, e intenté contener las lágrimas pero no pude. Miré hacia atrás y comprendí que Nueva York ya formaba parte de mi vida, esa ciudad lejana hace menos de un año a la que volveré siempre que pueda. Quizá, quién lo sabe, a probar como periodista más tiempo que esta vez.

Entendí entonces que Manhattan, Brooklyn, Harlem, el skyline –siempre podré contar que me tomé unos vinos californiamos de madrugada frente a los rascacielos, sentado frente al East River— o el Village se han convertido en sentimientos que guardo como los amaneceres de Cádiz o los besos de mis nenas. Cumpliré pronto los 40 y encontré, al fin, otra ciudad que, con emoción e entusiasmo, he hecho mía para siempre. Me da igual perderme. No tengo miedo ni lo tendré nunca. En Nueva York siempre llegas a algún lugar, dispuesto a lo que descubras.

Desde este café de Brooklyn y a pocas horas de que mi avión parta hacia Madrid, siento el orgullo de haber pateado calles, convertirme en vecino de este barrio sin el río humano de Manhattan y, por encima de todo, recuperar la pasión de que no hay lugar en el mundo que no sirva para seguir creciendo. Good bye, NY.



domingo, 29 de agosto de 2010

En el cumpleaños de Michael Jackson


Media docena de tipos disfrazados de Michael Jackson bailan en el Prospect Park de Brooklyn, el pulmón verde del barrio neoyorkino. Sombreros, guantes plateados y trajes negros para emular a su ídolo. Celebran los 52 años que hubiera cumplido el rey del pop el 29 de agosto y al que el director de cine Spike Lee ha querido recordar organizando, por segundo año consecutivo, una fiesta a la que han acudido varios miles de personas. El realizador prepara una película que, con el título Brooklyn loves Michael Jackson, narra la lucha de un grupo de vecinos de esta zona por celebrar un concierto de homenaje al artista.

Un disc-jockey subido al escenario preparado para la ocasión enlaza a un ritmo endiablado los clásicos de Jackson: Thriller, Smooth criminal, Black or white, The girl is mine... Da igual que caiga el calor a plomo sobre la pradera. Jackson parece revivir entre el auditorio, en su mayoría de piel negra, que en las primeras filas agita los abanicos con la imagen del mito cuando niño. “Brooklyn loves Michael Jackson. Happy birthday”, muestran en carteles y camisetas. El resto lo pone la música para confirmar el tremendo poder de convocatoria que sigue teniendo el artista y, como si fuera un karaoke gigante, convertir a los espectadores en estrellas durante 30 segundos. Es su dedicatoria para el mito mirando al cielo. Hasta una agente de policía que vigila detrás de las vallas no puede evitar la tentación de acompañar con los labios las letras de las canciones del pinchadiscos.


En una zona del parque hay un mural en el que el público puede dejar mensajes. “El mundo te necesita, MJ. Te echamos de menos”, “Gracias por los momentos que me diste”, “Embajador del amor” o “príncipe de la paz” son algunos de ellos traducidos del inglés. Bob, que es diseñador gráfico, se ha acercado a recordarle. “Fue tan grande como James Brown”, asegura este hombre de 40 años, que recuerda a Jackson como un artista fundamental en la historia de la música. A Jeserica, también de raza negra, su ídolo formará parte de su vida “forever”, esto es, para siempre.

En las primeras filas se empieza a detectar un mayor movimiento. El animador de la fiesta reclama a los miembros del club de fans que han acudido vestidos como el cantante. Una coreografía de cinco minutos con las enseñanzas del maestro sube la temperatura del homenaje. Movimiento de pies, brazos eléctricos y esa energía en la mirada que le hicieron grande antes de la decadencia final. El espíritu de Jackson sigue vivo. Brooklyn lo sabe y lo celebra bailando a su ritmo.






viernes, 27 de agosto de 2010

Skyline de día, belleza de cristal




Carolina es una politóloga madrileña que lleva viviendo seis meses en Brooklyn. Coincidí con ella y su chico, Carlos, en un restaurante italiano de la Quinta Avenida del barrio. Venían de pasar unos días en Hawai –doce horas en avión desde Nueva York—y ella me sugirió que recorriera algunos de los sitios, fuera de Manhattan, que he intentado describirles en este blog. ¿Politóloga? Sí, encargada de hacer estudios que, no se sabe cómo ni por qué, sirven a los gobiernos de otros países para tomar decisiones. Trabaja en Manhattan, en la 42, y acabamos hablando de Aznar. Me confesó que en Estadios Unidos no tienen ni idea de si Zapatero es nuestro presidente y menos que Rajoy aspire a ello.

Les cuento la historia de Carolina --por cierto. de padre extremeño—para que se den cuenta de lo mucho que necesitamos los españoles nuestro país cuando estamos fuera. Me explico. La chica, con solo 27 años, había recorrido ya otros y no acaba de convencerle cómo se vive en éste. “Llevan una vida muy gris”, me decía, como queriendo confirmar que en España, por encima de todo, disfrutamos siempre que podemos. Ya me lo dijo Kid, que nos atendía detrás de la barra, un indio natural de Goa con ascendientes portugueses: “Spaín is different”. Y tanto cuando vienes a Nueva York.

Reflexionaba Carolina sobre la extendida afirmación de que nuestro pecado nacional es la envidia y analizaba, con sana distancia, la bronca diaria y el mal ejemplo que dan nuestros políticos, enzarzados en guerras dialécticas que no llevan a ningún lado. Aunque no he tenido oportunidad de comprobar si el debate entre los americanos se viste con otro traje, puedo decirles que, caminando por las calles, tanta bandera colgada me recordó por un momento a una de las grandes consecuencias de nuestra victoria en el Mundial. Yo, que no siento la patria por mis venas, hasta creo que la americana decora bien las fachadas.

Pero no quiero cansarles con más diatribas y allá vamos con otra ración de Perdidos en Nueva York, versión Brooklyn. Hoy, sin guía, me atreví a bajar hasta el East River, que separa este barrio y Manhattan, con la idea de llegar hasta ese parque que sale en las pelis de Woody Allen con el puente de Brooklyn de portada. Y lo encontré, después de callejear por los bajos del de Manhattan, fácilmente reconocible porque es de hierro y otro de los que comunica la isla con los barrios del este. Ahí, donde ven la foto, se han debido rodar escenas que, no me pregunten de qué films, me hicieron sentirme como el protagonista de alguna de ellas. Hacía calor y el público había optado por tomar el sol, aparte de las consabidas fotos, con la postal de los rascacielos al fondo. Y yo, qué original, imaginando las Torres Gemelas y el impacto de los aviones. Inenarrable para quien, desde el Bridge Park, contemplara lo que ocurrió aquella mañana del 11 de septiembre.

Una zona del parque está en obras. Tuve que rodearlo por una calle hasta llegar, ahora sí, a uno de los pilares del puente de Brooklyn, junto al que se sitúa el River Café, al parecer uno de los más caros de la ciudad porque permite de noche contemplar el skyline de los rascacielos en una de esas postales para siempre. Entre turistas y vecinos tumbados en el verde recorrí la línea del parque, asomado al río y frente a los rascacielos. Si vienen a NY, se quedarán impresionados. Yo, al menos, me quedaré con esa imagen (ahí la tienen) de por vida. La próxima vez haré la visita de noche.

Al adentrarme de nuevo en las calles de Brooklyn, sentí que iba dejando tras de mí una imagen que no quería perder. Como cuando paseo por la parte antigua de Cáceres. Sigo pensando que no sabemos lo que tenemos y, menos aún, sacarle partido. Por eso NY es tan fascinante. Porque, como me dijo ayer mi brother, la ciudad llega a ser “adictiva”. En eso mismo pensaba yo cuando volvía a casa, guardando en el corazón la certeza de que la belleza también se puede encontrar en el espejo de los rascacielos.



miércoles, 25 de agosto de 2010

Harlem, la cocina más negra




Los aviones sobrevuelan Brooklyn a cualquiera hora del día. Pero no molestan. Al menos a mí, que me paseo por su Quinta Avenida, que también la tiene como Manhattan, llena de restaurantes italianos, indios, japoneses, americanos... Ah, y pubs como el Ginger’s, templo gay, donde me atreví a elegir anoche en su máquina de discos el My way, de Sinatra. ¿Saben qué fue lo mejor? Descubrir, entre sus carteles colgados en la parte posterior –no hay cuarto oscuro, que yo sepa--, a Barbra Streisand y la celebración de su cumpleaños en el local hace unos años. Desconozco si hizo acto de presencia, pero debí preguntarlo. Me distrajo la mesa de billar y el mosaico de jóvenes –ellos y ellas- haciendo gala de que Nueva York es el mejor escaparate de la moda en el mundo, al menos eso me dice mi estilista favorita ante mi ignorancia confesable al respecto.

Peor yo quería hablarles de cocina, que me toca de familia. Y no caeré en tópicos ciertos como que dos señoras hechas y derechas son capaces de apretarse dos hamburguesas que ni mi cuñado Javi podría con ellas. Ah, con french chips, okey man, de las que compramos en el súper. Yo aún no me he atrevido tras mi visión de anoche en un grill de Brooklyn, aterrado por el grosor de la carne, los condimentos añadidos –no solo de ketchup vivimos los españoles porque salsas hay para todos los gustos—y, en definitiva, la confirmación de algo que me decía el “famous” creativo cacereño Javier Remedios con esa clarividencia que le caracteriza: “Es que en Nueva York todo es grande”, me comentó tras su viaje. Qué razón tenía el man de Malpartida...

En fin, que hoy me fue de turista por Harlem, al norte de Manhattan, por encima del Central Park, y conocí a Anana, la camarera más veterana de Silvya’s, el restaurante que recomiendan en las guías y en el que vi desfilar ante mis ojos las chicken wings (alas de pollo) más grandes que he visto en mi vida. Les aseguro que no hice fotos de la impresión que me produjo compararlas con esas pequeñitas que nos gustan por Spain. De todas formas, ahí les muestra Anana, que me confesó que superaba los sesenta --¿cómo me atreví a preguntárselo dos veces?--, las gambas rebozadas que me comí tras el susto con el pollo. La etiqueta de la cerveza local, llamada Sugar Hill, me pareció maravillosa. Ahí se la muestro.

Mientras pagaba los 18 dólares de la cuenta –un par de botellines y el plato reseñado--, entablé una breve conversación con la camarera que llevaba toda la vida trabajando en el mismo lugar, muy cerca de la esquina de la calle 125 con Malcom X Avenue, un lugar apasionante donde solo hay negros y negras que, luego les contaré, van a escuchar buen jazz a Lenox Lounge, otro templo, esta vez, de la música negra. Tremendo lugar para los músicos porque, a diferencia de otros, este local es un pub, no una sala, con asientos de eskay –si, de color rojizo— y una clientela del barrio, a mí me lo pareció, como la que se va de copas a los garitos de toda la vida en La Madrila. Venir a esto a Nueva York...

“Empecé muy joven a trabajar aquí, quizá tenía 20 años”, me explicó Anana con ese acento americano de las pelis que, poco a poco, voy entendiendo sin preguntar de nuevo. Silvya’s, perdonen que me ponga nostálgico, me recordó al negocio familiar y, en especial, a mi suegro Eustaquio, recientemente fallecido; esos lugares donde se respira vida a través de los olores de la cocina, la indumentaria de los camareros –de negro, por supuesto—y la impresionante amabilidad de aquella mujer con el pelo teñido de color que, ahora sí, me devolvíó a la memoria una de las lecciones de Eustaquio: hazte cómplice de tu cliente y volverá, seguro. Yo prometo una próxima visita al Silvya’s cuando regrese a Nueva York.

Para rebajar los excesos debo contarles que, con la caída de la tarde, me atreví con la etapa más maratoniana de estos días: Harlem-Central Park Oeste-Times Square. Casi una hora y media para desembocar en una estación de metro en la calle 42, donde está el mogollón de los teatros de Broadway y, de paso, la meca de los turistas. Luego, me subí al tren y, charlando con una familia española, no se me ocurrió otra cosa que invitarles el sábado a Prospect Park, el Retiro de Brooklyn, a la celebración por los 52 años que hubiera cumplido Michael Jackson. Prometo reportaje, pero con la cocina de Harlem de momento tengo bastante. Lástima no haberme atrevido con las alas de pollo, pero no habría dado la talla.


martes, 24 de agosto de 2010

¡Mucha salsa por Manjaanthan!




Aquellos dos tipos de la barra en un restaurante de Smith Street, en la parte baja de Brooklyn, bebían un cocktail con sabor a ron que decidí probar tras intercambiar unas frases con ellos sobre el viento que soplaba aquella tarde. “It’s stronger than Mimosa”, dijo uno de ellos aludiendo al nombre del que me había servido primero para entablar conversación. Resultó que a los dos hombres, que debían de superar los 50 con creces, les resultaba familiar hablar con un españolito en una avenida llena de locales de cocinas internacionales y pubs convencionales donde poder echar un trago tras la cena. Francisco, que así se llamaba el del pelo moreno, conocía Sevilla y ¡zas! hablaba español con un acento gringo de libro. Tenía familiares en nuestro país que provenían, creo recordar, de Costa Rica o Puerto Rico. Después de la segunda copa, nos hicimos amigos para siempre.

Y así fue como Francisco, con una hija en Brooklyn y trabajo en una empresa de servicios de construcción, me confirmó, siete días después de haber llegado, la estupenda capacidad para comunicarse de los neoyorkinos. Sí, también un tipo como un armario ropero que esperaba el metro en la Primera Avenida esquina con East Houston me contó en 30 segundos sus imborrables recuerdos de un verano de Ibiza rodeado de mujeres guapas. “Yes, man. I need to come back to Spain”, dijo a modo de despedida antes de subirse al tren y estrecharme la mano. En el metro de Madrid no he visto aún nada parecido, Digo, al menos tras un diálogo de menos de un minuto.

Pero prosigamos con la vida de Francisco y los efectos colaterales del par de cocktails que sorbimos junto a su colega, que no hablaba español, pero tampoco hacía falta porque me sirvió para practicar mi deficiente inglés, mi próximo reto vital para el curso que comenzará en septiembre. “¿Manjaantan? No solo hay turistas, muchacho...”, respondió tras mi percepción, quizá excesiva por mi corta estancia en la ciudad,.de que la Gran Manzana se ha convertido en un parque temático para turistas deseosos de visitar las atestadas calles de Chinatown, las tiendas de lujo del Soho o subirse, cómo no, al Empire para contemplar los imponentes rascacielos. Debo confesarles que, desde que descubrí Brooklyn, tengo la sensación de que da igual de dónde vengas o quién seas: lo importante es liberarte de prejucios o, como yo, equivocarte mucho hasta que aprendes a no perderte en el metro. Y lo de sentirse bien en cualquier ciudad del mundo, aunque sea Nueva York, es partido ganado.

Francisco sacó una tarjeta de trabajo y escribíó una dirección con mapa incluido. No, no piensen que se trataba de ningún antro de perversión. O quizá sí. Al menos yo no lo sé aún por experiencia, pero cuando vi en el móvil del hombre aquella morena bailando salsa con él empezaron a despegarse las dudas del tipo de sitio al que me invitaba. “Si tú quieres venir, busca el Sol y Sombra, en el 86 de Amsterdam Avenue, muy cerca de la calle 19”, me indicó. Por supuesto que me confesó que su mujer sabía cuál era uno de sus pasatiempos favoritos cada sábado, creo recordar, cuando salía por Manjaantan. Eso sí, me pidió que le llamara si al final me decidía a ir y repetir así el buen rato de esa tarde.

Aunque la escena hubiera podido repetirse en cualquier bar de España, saqué una conclusión mientras volvía a casa, subiendo hacia la 5th Avenue de Brooklyn: si el carácter americano, al menos el que voy conociendo, se parece en algo al de Nueva York, me apunto. Otra cosa son los conocimientos de geografía, como los de otro tipo con el que charlé en Union Street Café y que, tras escuchar al camarero hablar de sus planes de cruzar el charco para irse de vacaciones en octubre, le preguntó dónde estaba Marruecos. Y eso que aquel hombre era el capitán de un barco. De los españoles a los que había llevado de travesía solo recordaba lo mucho que bebían. “Drink, drink, man”, dijo mientras hacía ese gesto tan universal de llevarse el pulgar a la boca, Los americanos, claro que también se nos parecen. Y si no, pregunten a Francisco por su cocktail favorito.

Ah, las fotos corresponden a Bedford Avenue, el Malasaña de Brooklyn, sin demasiados turistas, gente con tatuajes inimaginables y una opción muy recomendable para irse a comer. En la línea L, la gris para más señas. Para no pederse el mural con la promo de la nueva botella de Absolut Vodka diseñada por el director Spike Lee... ¿A que no saben a qué barrio está dedicada? Les escribo desde allí mismo... Fácil, fácil.

lunes, 23 de agosto de 2010

En la mezquita de la Zona Cero




En la esquina de Park Place con West Broadway, a cien metros de la Zona Cero, las vallas impiden el paso a la calle donde está proyectada la apertura de la polémica mezquita que ha defendido Obama y que otros consideran una provocación por ubicarse en el corazón de los atentados del 11-S. El edificio pasaría desapercibido si no fuera porque un agente vigila la entrada mientras una cámara móvil de seguridad de la policía de Nueva York graba a los viandantes. Imposible asomarse a la puerta. Con cuatro plantas, cualquiera lo confundiría con un inmueble para viviendas y un pub en los bajos.

Es mediodía del domingo y mientras la tormenta escampa sobre la parte baja de Manhattan, un grupo de ciudadanos convierten la esquina de la calle en un escenario improvisado para debatir acerca de la conveniencia de abrir o no la mezquita en ese lugar. Lance Coney, un tipo simpático que sostiene una pancarta en la que ironiza sobre la condición de “buen mulsumán” de Bin Landen, cree que el presidente americano se equivoca al apoyar que precisamente sea allí. Desde esa esquina se ven las gigantescas grúas del gran solar en el que se ha convertido el epicentro de los atentados, otro reclamo turístico de este Nueva York convertido en parque temático. Coney explica su oposición a la idea con un razonamiento sencillo: “Sí, claro que la libertad de creencias es constitucional en este país como dice Obama, pero esos radicales matan en nombre de su religión”, argumenta el hombre tras haber mantenido un intercambio de opiniones con otro tipo barbudo, vestido con túnica, un Corán entre las manos y, por supuesto, defensor a ultranza de la mezquita. De hecho, ha sido el único en poder cruzar las vallas de la calle sin que los agentes le hayan advertido de nada.


“¿Pero no hay otros lugares adonde llevársela?”, se pregunta Coney, al que le parece que el proyecto no llegará a materializarse por la oposición ciudadana. Al menos eso cree él mientras recuerda su única visita a España, durante una estancia en Mijas para visitar a su hermano. Mientras tanto, otro grupo de ciudadanos, entre los que se mezclan algunos con aspecto musulmán, continúan el diálogo, sin alzar la voz y manteniendo siempre las formas. Eso sí, el consenso parece una quimera cuando aluden a la conveniencia de dar o no vía libre a la apertura. Al menos no todo el que hace falta para resolver una cuestión tan espinosa en el Manhattan de hoy.

domingo, 22 de agosto de 2010

De blanco en NY


Ha amanecido lloviendo en Brooklyn. Un despertar dulce porque, una semana después, he podido hablar con Yolanda y la nena. Internet hace milagros. 45 minutos utilizando el ordenador como si fuera un teléfono gracias a Skype, todo un hallazgo si tenemos en cuenta las tarifas de Vodafone para llamar a España desde Estados Unidos. El minuto, incluyendo el establecimiento de llamada, supera los tres euros. Para pensárselo. Lo mejor, sin duda alguna, un SMS o colgarse del ordenador para chatear desde cualquier café donde la conexión es gratuita.

Pero comunicaciones aparte –mi portátil ha sucumbido a la conexión sin cables, fuera de combate hace unos días fruto de mi ignorancia manifiesta--, voy cubriendo etapas en este viaje o estancia, como prefieran, en NY. Y como se trata de contar lo que me pasa cada día, ahí va una ración de lo más jugoso en los últimos días. ¿Se imaginan en Chinatown, en una avenida pestilente rodeado de chinos comprando fruta y adonde no llegan los turistas? Sí, porque a mí me dio la impresión de haber cruzado la frontera de los turistas para adentrarme en calles con carnicerías que exhiben patos y colgados en los escaparates. Vamos, como nuestros solomillos, salchichas o pancetas. Ay, la dieta mediterránea. Qué daría por una tapita de jamón... del bueno. Nostalgias de españolito, perdonen por el lapsus.

Chinatown es un hervidero de tiendas, restaurantes y tiendas de comida rápida. No, no voy a hablar de las pelis de mafias chinas que está muy manido. Solo me gustaría transportarles a uno de los micromundos que ofrece esta isla donde, vuelta a Columbus Park, los visitantes descansan observando a los vecinos –las mujeres juegan por un lado, los hombres por otro— en partidas de cartas al aire libre. Algo parecido a Union Square, cruce de caminos de Broadway, donde ayer vi a un tipo que, con una estimulante boca, ofrecía masajes gratis... en los pies. Una china, cosas del destino, parecía disfrutar lo suyo con el ofrecimiento. Las miradas y el empeño del tipo ponían el resto al espectáculo que, aquí en NY, apenas despertaba expectación. Ni me lo imagino en Gran Vía.

Pero por no cansarles con los chinos, que son muchos en este ancho mundo, también quiero contarles cómo sentí --yo blanco europeo y mexicano en apariencia según el análisis de la chica que me vendió un estimulante Gatorade—en el Negrill, restaurante-discoteca cercano a Washington Square. Para qué decirles que allí solo cenaban, en un ambiente elegante, diría que hasta pijo y convencional, parejas, amigos y colegas de la otra raza. No, no, no me sentí rodeado, ni mucho menos, a excepción del tipo que me pidió el DNI (ID en NY, perdón por las siglas) para acceder a la zona de discoteca donde la estupenda música de un DJ se mezclaba con el olor a los platos que servían en las mesas pegadas a la zona de baile. A los garitos hay que sacarles todo el rendimiento. Aquí da igual. Por un momento, me imaginé el restaurante de Eustaquio transformado en algo parecido. Y me pareció posible.

Hoy voy a tomar el brunch a Balthazar, uno de los lugares más típicos de la ciudad para el arte de almorzar si no has desayunado en condiciones. Tengo espacio en la barra a la una y esta mañana he evitado que mi estómago tenga más trabajo tras un sábado de ensalada, pizza y maki tuna, es decir, el rollito de arroz y atún crudo que me comí, con unos espaguetis chinos (noddles) en un restaurante cerca de West Houston y el Soho antes de volver a casa. Ah, aunque suene recurrente: ver el puente de Brooklyn desde el metro que cruza por el de Manhattan viniendo de mi barrio resulta decepcionante por la escasa iluminación. Los pilares y los ojos están a oscuras. Alguna razón habrá que no sepa.

Voy terminando, que se hace tarde y me toca andar. Me ha aliviado hablar con Yolanda y la nena. Ya tenía ganas. Parece que estaban cerca, tan cerca, que podía besarlas. De momento, me conformo con un buen brunch. En la foto, un servidor en Chinatown...